20.3.11

"Ocultar y averiguar"

"SIN duda suele ser divertido saber lo que no nos toca o incluso nos está prohibido. Nos regocija enterarnos de cosas a las que normalmente no tenemos acceso; oír las charlas privadas entre políticos o famosos de cualquier índole, escuchar qué dicen y cómo hablan “en realidad”, dando por descontado que lo que por lo general nos ofrecen es una estudiada representación, algo adecuado a la imagen que han decidido proyectar de sí mismos. Suponemos, por tanto, que todo el mundo finge en mayor o menor medida; que nadie se salva enteramente de ser hipócrita o cuando menos “diplomático”; que con frecuencia se calla lo que de verdad se piensa o se hacen declaraciones falsarias, o, si se prefiere, “de compromiso”; y gusta ver desenmascarados a los personajes notables, o a quienes desempeñan cargos públicos o tienen responsabilidades. Causa hilaridad descubrir que alguien ha metido la pata o que ha sido pillado por una cámara indiscreta, un micrófono abierto o una filtración con la que no contaba. Es natural, así pues, que la divulgación de los llamados “Papeles del Departamento de Estado” a través de Wikileaks y de cinco publicaciones, El País entre ellas, sea motivo de alborozo y jocosidad para parte de la población mundial. Lo que ya es más raro es que también suscite escándalo e indignación. La verdad es que el hecho me parece más divertido que trascendental.
En modo alguno quiero dármelas de blasé, ni presumir de estar al cabo de la calle, no es el caso. Pero, teniendo todos el convencimiento de lo que acabo de decir –de que se nos muestra lo que se nos quiere mostrar y nada más–, no entiendo que nadie se sorprenda o monte en cólera ante las revelaciones que nos están llegando. Es de cajón que cada país maniobre y presione para conseguir sus propósitos, defender sus intereses y beneficiarse; que los menos poderosos procuren no contrariar en exceso a aquellos de los que dependen económica, política o militarmente, y a veces se plieguen a sus indicaciones aunque les siente como un tiro. Y nada tiene de particular que, en privado y creyéndose sin testigos, los embajadores y funcionarios suelten inconveniencias sobre sus homólogos, sus superiores y los líderes mundiales. De hecho, me ha extrañado que no hayan aparecido opiniones más contundentes, del tipo “Ese es un enorme cretino” o “Este es el mayor tonto de la tierra” o “Aquel es un hijo de puta, un malvado”. Casi todo el mundo se despacha a gusto en privado, por lo menos en España, país en el que la exageración es norma: los empleados sobre sus jefes y viceversa, los periodistas sobre sus colegas, los directores de cine sobre sus actores, los escritores sobre los críticos y viceversa, los políticos sobre sus adversarios y sus aliados, los trabajadores sobre sus compañeros y cualquier hijo de vecino sobre sus vecinos. Incluso muchos maridos sobre sus mujeres y viceversa, como la mayoría de los vástagos –más si son adolescentes– acerca de sus progenitores. En ocasiones hablamos todos bien de otros, no es que crea que vivimos en el despellejamiento universal y perpetuo, en absoluto. Pero no es difícil que pongamos algún reparo, circunstancial o de fondo, incluso a las personas que más queremos o admiramos. Y si ese reparo llegase a nuestros oídos, aunque fuese junto a una montaña de elogios, es probable que nos sucediese lo que a Frasier en un episodio de la serie que llevaba su nombre: se invitaba a una docena de radioyentes a opinar sobre su programa, anónimamente; once de ellos lo alababan, y sólo uno manifestaba su desagrado; Frasier, tras escucharlos, se olvidaba en seguida de los once entusiastas y se obsesionaba con el detractor, cuyo nombre averiguaba y a quien perseguía para tratar de ganárselo.

Por eso suele ser mejor que ignoremos lo que dicen de nosotros, cuando no estamos delante, tanto los amigos como los enemigos. La hipocresía (si no es flagrante ni excesiva), la discreción, el secreto, forman parte de la educación y de la civilización, y si esas cosas no existieran, lo más seguro es que casi nadie saludase a casi nadie y que hubiera muchos más homicidios. La mayoría de la gente estaría cabreada con sus semejantes y el aire sería irrespirable. Por eso tampoco comprendo a quienes celebran sin reserva alguna la “transparencia” y abogan por la supresión general del secreto. Es natural que los tengan los diplomáticos, y los gobiernos, y los Estados, como los tenemos todos los seres humanos, y más vale así, desde luego, en pro de la convivencia. Quienes exigen “saberlo todo de todos” están yendo contra sus intereses, porque si se supiera “todo” de ellos no saldrían limpios ni impunes, y se buscarían más de un conflicto, desde ser despedidos por sus denostados jefes hasta pelearse con la familia o granjearse la inquina de muchos o perder sus amistades. Ojo, con esto no quiero decir que me parezca mal tratar de averiguar lo oculto ni de desvelar secretos, sobre todo –por salud– los que no nos conciernen personalmente. La curiosidad es humana. Pero cada cual debe asumir su papel: a unos les toca ejercer de intrusos, de sabuesos, de cotillas respecto a lo de los demás, llámenlos como quieran. Y a los demás les toca evitar por todos los medios a su alcance que aquéllos metan las narices en sus asuntos y espíen sus conversaciones privadas. Quienes guardan los secretos y escamotean datos no hacen mal ni resultan ser unos mendaces incurables: tan sólo cumplen con su deber, como lo hacemos todos cuando se trata de mantener los nuestros a salvo."


JAVIER MARÍAS - LA ZONA FANTASMA - EL PAÍS

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